lunes, 2 de julio de 2007

Para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero


Un francés llamado Claude decidió a los 28 años ser un inventor. Pensó qué hacer para entrar en el listado de las personalidades más famosas por sus inventos e innovaciones. Meses y hasta años estuvo ante una hoja en blanco esperando que una idea caiga sobre ella.
Decidió meterse de lleno en inventos que tuvieran que ver con facilitar el modo de vida de los seres humanos, la comodidad y el divertimento. Él quería llegar con su obra a la mayor cantidad de personas posibles.
No lo logró.
Nada tenía para ofrecer al mundo.
Impulsivamente se dirigió hacia el edificio de marcas y patentes. Pensando que allí encontraría una solución, una salvación.
Al llegar, una amable mujer lo atendió y le recomendó dirigirse a una de las oficinas del enorme recinto. Para llegar a esa oficina debió subir diez pisos, pasar por 14 puertas, bajar un piso, para finalmente terminar en un entrepiso donde sólo estaba esa oficina buscada.
Allí un viejo descuidado en su aspecto lo hizo entrar. El anciano se sentó en un sillón en el sector más oscuro del habitáculo. Claude no puso atención al viejo. Quedó pasmado observando las paredes. Las cuatro estaban atestadas de placas de bronce, en cada una estaba inscripto un nombre. Claude no hablaba, solo daba vueltas en el lugar, leyendo: … “Leonardo Da Vinci”… “Thomas Edison”…. “Lumiere”…. “Julio Cortazar” … “Gabriel García Marquez” … “Miguel Angel” … “Miguel de Cervantes” … “Pablo Picasso” … “Alexander Fleming”… “Karl Marx”… “Wolfgang Amadeus Mozart” … “Sigmund Freud” … “Salvador Dalí”…Todos ellos juntos en las paredes, sin discriminar su trabajo ni sus vocaciones. Todos ellos personas de carne y hueso, con nombre y apellido. Todos habían inventado algo que aportaba a la humanidad. Su obra modificaba o había modificado a gran parte de los seres humanos. Los nombres allí desprolijamente colocados no habían pasado desapercibidos en su momento y no lo hacían en la actualidad. Claude, siguió leyendo las placas. Algunos nombres no los reconocía y de otros era admirador. Pero solo un bronce le llamó la atención. Estaba colocado en la cima de la oficina. Ninguno de los otros estaba al mismo nivel. Lo más llamativo era que dentro de esta placa no había un nombre. Estaba vacía.
Limpia, impecable, vacía.
El viejo dijo sus primeras palabras:
- ¿En qué lo puedo ayudar, joven? Ha venido usted por algo.
Claude no pudo más con la intriga. Ya había olvidado que buscaba allí.
- ¿Por qué está esa placa allí si no dice nada? Esta vacía y a la vista de todos.
- Estoy esperando saber cual fue el nombre del inventor. Cuando lo sepa… - Contestó el anciano misteriosamente, sin moverse del sillón.
- ¿Inventor de que invento?
- Del más importante en la historia de la humanidad. Del más nefasto en la historia de los hombres. Sin esa invención todo sería diferente. No te das una idea de lo distinto que sería el mundo. ¿Tu conoces la felicidad absoluta? Seguramente que no. Eso es gracias a ese invento. Es él el que te impide conocerla. ¡Y te impide otras tantas cosas!
Confundido, asombrado y hasta sintiéndose un poco idiota por no descifrar el invento, Claude pregunto vergonzosamente cual era aquel al que se refería el viejo.
- La culpa joven…¿Cual otro invento va a ser tan determinante en nosotros? La culpa…
¿Sabremos algún día quien la fabricó?

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